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Repensar la política monetaria para un mundo en transformación

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Fuente: FMI

Autor: Markus K. Brunnermeier

Tras décadas de calma, la inflación está de regreso; y para combatirla, los bancos centrales deben modificar su enfoque

En economía, la teoría monetaria no tiene un solo modelo unificado, sino varias escuelas de pensamiento. Cada una de estas escuelas pone el énfasis en diferentes factores determinantes de la inflación y recomienda una respuesta distinta. Los desafíos han variado según el momento y cada uno ha requerido un enfoque propio.

Hoy día, el resurgimiento de la inflación exige volver a cambiar el énfasis de la política monetaria. El marco intelectual que ha predominado en la política de los bancos centrales desde la crisis financiera mundial iniciada en 2008 no hace hincapié en los problemas más acuciantes e inminentes ni mitiga las consecuencias graves que podrían acarrear en este nuevo clima.

Tras un prolongado período de tasas de interés y de inflación bajas, la economía mundial se adentra en una fase de alta inflación y niveles elevados de deuda pública y privada. Hace quince años, los bancos centrales entendieron que sus modelos económicos tradicionales debían tener en cuenta la preocupación por la estabilidad financiera y la deflación y diseñaron herramientas no convencionales para darle respuesta.

Si bien la estabilidad financiera sigue siendo una preocupación, hay grandes diferencias entre el entorno actual y el que siguió a la crisis financiera mundial:

  • Hoy día la deuda pública es alta, de modo que cualquier aumento de las tasas para frenar las amenazas de inflación encarece el servicio de la deuda, lo que acarrea consecuencias fiscales negativas inmediatas y de gran magnitud para el gobierno. Desde el inicio de la crisis de COVID-19 a principios de 2020, tampoco quedan dudas de que la política fiscal puede ser un catalizador importante de la inflación.
  • La mayoría de los países enfrentan un contexto de inflación excesiva, en lugar de presiones deflacionarias. Eso significa que existe ahora una disyuntiva evidente entre una política monetaria que trata de reducir la demanda agregada subiendo las tasas y una que pretende garantizar la estabilidad financiera.
  • La naturaleza y la frecuencia de los shocks han cambiado. Históricamente, los shocks obedecían principalmente a aumentos o disminuciones de la demanda, con la gran excepción de los shocks de oferta durante la estanflación de los años setenta. Hoy día, hay muchos shocks: de demanda u oferta, de riesgos específicos o sistémicos, transitorios o permanentes. No es fácil determinar la verdadera naturaleza de estos shocks con tiempo suficiente para responder. Los bancos centrales deben tener una actitud más humilde.

La política monetaria exige un enfoque modificado capaz de enfrentar con robustez los cambios súbitos e inesperados del escenario macroeconómico. Las políticas que son eficaces en un contexto macroeconómico pueden tener consecuencias imprevistas cuando las condiciones cambian de forma repentina. En este artículo analizamos los principales desafíos que enfrentan los bancos centrales, qué teorías monetarias serán protagonistas y de qué modo los bancos centrales pueden evitar la complacencia y prepararse para lo que viene.

Interacción entre las políticas monetaria y fiscal

Los bancos centrales parecen actuar como directores de las economías modernas, fijando tasas de interés para estabilizar la inflación y, con frecuencia, alcanzando también el pleno empleo (en economías desarrolladas). Un pilar fundamental de este enfoque, que puede llamarse dominancia monetaria, es la independencia del banco central. Un banco central tiene independencia de jure si legalmente es la autoridad máxima que fija las tasas sin interferencia del gobierno. Sin embargo, también es importante la independencia de hecho: al fijar las tasas, al banco central no debe preocuparle si esto aumenta el endeudamiento del gobierno o el riesgo de incumplimiento. De hecho, a medida que el banco central sube las tasas de interés y el gobierno debe pagar un costo más alto por la deuda, se espera que las autoridades recorten el gasto para así enfriar la economía y reducir la presión inflacionaria. La capacidad de los bancos centrales para fijar la política monetaria y controlar la economía en períodos de mayor tensión depende de su independencia.

Las tasas de interés bajas y los niveles de deuda pública menos extremos que prevalecieron tras la crisis financiera mundial permitieron que los bancos centrales ignoraran las interacciones, en ese momento poco trascendentales, entre la política monetaria y la fiscal. El período posterior a la crisis de 2008 se caracterizó por la dominancia monetaria, es decir, los bancos centrales podían fijar libremente las tasas y perseguir sus objetivos con independencia de la política fiscal. Los bancos centrales sostenían que el problema principal no eran los precios en aumento, sino la posibilidad de que una demanda débil generara una deflación importante. Por ello, se centraron esencialmente en herramientas de política no convencionales para inyectar estímulo adicional. Asimismo, se animaron a aplicar políticas que satisfacían la necesidad de más estímulo y, al mismo tiempo, lograban objetivos sociales, como acelerar la transición verde o promover la inclusión económica.

Durante la crisis de COVID-19, las circunstancias cambiaron radicalmente. El gasto público subió considerablemente en la mayoría de las economías desarrolladas. En Estados Unidos, el gobierno federal proporcionó apoyo masivo y muy concentrado a través de “cheques de estímulo” enviados directamente a los hogares. Los países europeos en un comienzo implementaron programas un poco más modestos (centrados principalmente en impedir el despido de trabajadores) y programas de gasto para asistir en la transición a una economía verde y digital. La expansión fiscal parece haber sido el catalizador principal de la inflación en Estados Unidos, aunque también ha generado inflación en Europa. Pero a medida que el gasto fue aumentando, los países se vieron afectados por shocks de oferta de una magnitud sin precedentes, provocados en gran medida por problemas asociados con la pandemia, como la interrupción de las cadenas de suministro, lo que intensificó las presiones inflacionarias.

La pandemia dejó en claro que la política monetaria no siempre basta para controlar la inflación. La política fiscal también tiene incidencia. Más aún, la consiguiente acumulación de deuda pública planteó la posibilidad de una dominancia fiscal, en cuyo caso los déficits del sector público no obedecen a la política monetaria. Si bien los bajos niveles de deuda y la necesidad de estímulo permitieron que las autoridades monetarias y fiscales actuaran en paralelo tras la crisis financiera mundial, la posibilidad de una dominancia fiscal en la actualidad amenaza con enfrentarlas. Los bancos centrales quieren subir las tasas para controlar la inflación; los gobiernos, por su parte, detestan pagar más por concepto de intereses. Preferirían que los bancos centrales cooperaran monetizando su deuda, es decir, comprando los títulos públicos que los inversionistas del sector privado no quieren comprar.

Los bancos centrales pueden mantener su independencia solo si prometen no ceder a ningún deseo del gobierno de monetizar el exceso de deuda, lo que entonces obligaría a las autoridades a recortar el gasto o aumentar impuestos, o ambos, es decir a aplicar medidas de consolidación fiscal.

Una cuestión clave para la política es determinar quién gana: la dominancia fiscal o la monetaria. Las garantías jurídicas de independencia del banco central no son suficientes en sí mismas para garantizar la dominancia monetaria: los poderes legislativos pueden amenazar con cambiar las leyes y pueden ignorarse los tratados internacionales, lo que podría impedir que la autoridad monetaria aplicara su política de preferencia. Para promover la dominancia monetaria, el banco central debe mantener buenos niveles de capitalización: si requiere recapitalizaciones frecuentes del gobierno, el banco central da una imagen de debilidad y corre el riesgo de perder el apoyo público. Los bancos centrales con balances abultados que incluyen muchos activos de riesgo y pagan intereses por las reservas a los bancos del sector privado pueden registrar grandes pérdidas cuando aumentan las tasas de interés. Esas pérdidas podrían generar mayor presión de las autoridades fiscales para que se abstengan de subir las tasas.

El banco central debe mantener a la opinión pública de su lado, porque el público es quien le da legitimidad e independencia.

Sobre todo, el banco central debe mantener a la opinión pública de su lado, porque el público es quien le da legitimidad e independencia. Eso significa que el banco central debe comunicar con eficacia los fundamentos de sus medidas para mantener el apoyo del público, en especial al enfrentar una inflación de origen fiscal. En definitiva, un banco central mantiene su dominancia si es capaz de prometer de manera creíble que no habrá de rescatar al gobierno monetizando la deuda pública si se produce una suspensión de pagos.

La amenaza de la dominancia financiera

Los bancos centrales enfrentan nuevos desafíos en la interacción entre la estabilidad monetaria y la financiera. Actualmente operan en un entorno en el que la deuda privada es elevada, las primas de riesgo de los activos financieros son muy bajas, las señales de precios están distorsionadas y el sector privado depende excesivamente de la liquidez que proporciona el banco central en una crisis. La diferencia fundamental entre el período posterior a la crisis de 2008 y la situación actual es que la inflación es muy alta. Hace quince años, los dos objetivos de los bancos centrales —estimular la actividad económica y la estabilidad financiera mediante políticas no convencionales— coincidían. Hoy día, hay claras disyuntivas entre el control de la inflación y la estabilidad financiera, pues los aumentos de tasas para combatir la inflación amenazan con desestabilizar los mercados financieros.

Tras la crisis mundial, los bancos centrales se enfrentaban a dos problemas —una demanda débil e inestabilidad financiera— y se comprometieron a hacer “lo que fuera necesario” para resolver ambos. Al agotarse la vía de estímulo convencional mediante las tasas de interés, recurrieron a programas de expansión cuantitativa no convencionales, mediante los cuales compraron grandes sumas de activos de riesgo del sector privado, con la esperanza de que esto ayudara a reducir los diferenciales de crédito y estimulara los préstamos y la economía real. Estos programas también permitieron que los bancos centrales asumieran una nueva e importante función como creadores de mercado de última instancia, comprando títulos valores cuando nadie lo hacía.

Siempre hay disyuntivas entre los objetivos de estabilidad de precios y estabilidad financiera, aun cuando esa tensión solo resulte manifiesta a largo plazo.

Las grandes compras de activos del sector privado inflaron los balances de los bancos centrales y esa expansión no se desarticuló al concluir la crisis, porque las autoridades monetarias temían que hacerlo demasiado rápido dañaría a la economía. La decisión de mantener balances abultados provocó una acumulación de deuda del sector privado, diferenciales de crédito muy bajos, señales de precios distorsionadas y precios elevados de las viviendas como consecuencia de un aumento de los préstamos hipotecarios. El sector privado pasó a depender de la liquidez de los bancos centrales y se acostumbró a un entorno de tasas de interés bajas. De hecho, los mercados financieros han llegado al punto de esperar que los bancos centrales siempre intervengan cuando los precios de los activos se deprecian demasiado. Debido a que el sector privado depende sobremanera del banco central, el efecto contractivo de reducir los balances de la autoridad monetaria puede ser mucho más visible que el estímulo de la expansión cuantitativa. Aún no queda claro qué problemas pueden afectar al sector financiero cuando ocurre un cambio abrupto en el entorno de la política monetaria, pero las pérdidas potenciales que enfrentaron los fondos de pensión en el Reino Unido en 2022 constituyen una dura advertencia. Esos fondos utilizaron técnicas que, al desarticularse, podían llegar a provocar graves distorsiones en las tasas de interés a largo plazo y desatar una crisis mayor. El Banco de Inglaterra debió intervenir para comprar bonos británicos e impedir una crisis después de que las tasas a largo plazo se dispararan.

Hoy día, en un entorno que obliga a los bancos centrales a subir las tasas para combatir la inflación, sus objetivos de estabilidad de precios y estabilidad financiera entran en conflicto. La dependencia que tiene el sector privado, especialmente los mercados de capital, de la liquidez de los bancos centrales ha provocado una situación de dominancia financiera, en la cual la preocupación por la estabilidad financiera limita el accionar de la política monetaria. En este contexto, el endurecimiento monetario podría causar estragos en el sector financiero y, además, aumentar la vulnerabilidad de la economía incluso a perturbaciones menores. La magnitud de la dominancia financiera depende de que los bancos privados tengan capitalización suficiente para tolerar las pérdidas y de la agilidad de los procesos concursales en el sector privado. Una ley de insolvencia eficiente aislaría al sistema de los efectos indirectos de la quiebra de una institución y sería poco probable que el banco central se sintiera obligado a rescatarla. Estos problemas dificultan la tarea de los bancos centrales de reducir la inflación sin provocar una recesión y, en cierta medida, socavan su independencia de hecho.

Por ello, es preciso repensar la interacción de la política monetaria con la estabilidad financiera. Resulta esencial que los bancos centrales restablezcan las señales de precios de forma ordenada en los mercados del sector privado en los que han intervenido excesivamente. Asimismo, deben reconocer que siempre se plantean disyuntivas entre sus objetivos de estabilidad de precios y estabilidad financiera, aun cuando esa tensión solo resulte manifiesta a largo plazo. La acumulación de activos en los balances de bancos centrales provoca distorsiones financieras y limita su margen de acción en el futuro. Los bancos centrales deben anticipar esta tensión y aplicar una mayor vigilancia macroprudencial, es decir, regular no solo con la mirada puesta en la solvencia de cada institución, como ha sido históricamente el objetivo de la regulación financiera, sino con miras a garantizar la solvencia del sistema financiero en su conjunto. Esta regulación macroprudencial mejorada debe poner especial énfasis en vigilar los repartos de dividendos y la acumulación de exposición al riesgo en los mercados de capital no bancarios. Por último, los bancos centrales deben reconsiderar sus funciones como prestamistas y creadores de mercado de última instancia y garantizar que cualquier intervención que realicen tenga carácter temporario. Los bancos centrales deben enfocarse en comunicar un marco normativo que mejore las condiciones de liquidez sin conducir a compras de activos con carácter permanente.

Expectativas y metas de inflación

Hoy día, una ola de shocks de oferta y de otra naturaleza están generando más inflación y amenazan con disociar las expectativas de inflación de la meta de inflación, o ancla, fijada por el banco central. Tras la denominada Gran Moderación de las décadas de 1980 y 1990 —durante las cuales la inflación y el crecimiento económico fueron favorables— las expectativas de inflación se mantuvieron estables en las economías desarrolladas. Después de la crisis financiera mundial, se temía a una caída general de los precios (deflación). Pero la rápida inflación que siguió a la pandemia de COVID-19 dejó en claro que los bancos centrales ya no debían seguir preocupándose por la deflación; la posibilidad de que la inflación supere las metas de los bancos centrales a mediano plazo vuelve a ser una preocupación.

Los bancos centrales sobreaprendieron las lecciones que dejó la crisis de 2008, lo que los llevó a abandonar el enfoque tradicional de expectativas de inflación. Este giro intelectual fue, en gran parte, responsable del diagnóstico equivocado que se hizo inicialmente de la amenaza de inflación durante la pandemia. Los bancos centrales dieron por hecho que se había logrado domar a la inflación desde los años ochenta, lo que los llevó a suponer que las expectativas de inflación se mantendrían ancladas. Conforme a ese supuesto, los bancos centrales creyeron que era posible sobrecalentar la economía, es decir, permitir que bajara el desempleo por debajo de la tasa natural (o no inflacionaria), sin incurrir en mucho riesgo. También pensaron que comprometerse con políticas a largo plazo era seguro (tales como, la orientación prospectiva de que mantendrían las tasas bajas durante largo tiempo), porque esos compromisos no parecían tener consecuencias inflacionarias importantes a largo plazo. Pero esos compromisos pueden dañar las expectativas si los bancos centrales no pueden cumplirlos en el futuro. Más aún, el temor a la deflación llevó a los bancos centrales a aplicar su política monetaria en función de datos, lo que demoró intencionalmente cualquier medida de endurecimiento. Para garantizar que el producto económico no se viera recortado antes de tiempo, los bancos centrales no subieron las tasas cuando esperaban una inflación futura más alta (pues, cabía esperar que una tasa de desempleo por debajo del nivel natural provocaría un recalentamiento de la economía). En cambio, esperaron a que la inflación se materializara para tomar medidas.

Los bancos centrales también adoptaron un enfoque complaciente respecto a los shocks de oferta. Los modelos económicos habitualmente empleados por los bancos centrales a menudo llevan implícito que la política monetaria no debe neutralizar totalmente la inflación que provocan los shocks de oferta pues esa inflación es temporaria (y culmina cuando aumenta la oferta) y que la política de tasas de interés tiene por objetivo controlar la demanda agregada. En cambio, el argumento tradicional es que el banco central debe sopesar los beneficios de enfriar la inflación temporalmente con los costos de socavar el crecimiento económico. Ahora bien, si no se reacciona a los shocks de oferta tomando medidas para reducir la demanda, es posible que se desestabilice la meta de inflación y el banco central no pueda lograr sus objetivos en el futuro. Resulta paradójico que la guerra en Ucrania fortaleció esa meta porque dio a los bancos centrales elementos para explicar el fuerte aumento inflacionario.

El marco intelectual adoptado por los bancos centrales tras la crisis de 2008 aún no parece haber cambiado la meta de las expectativas de inflación. Pero cruzarse de brazos hasta que este «desanclaje» comience a modificar ese marco conllevaría un alto costo. De los datos recientes sobre expectativas de inflación ya surgen señales de alerta. La pérdida del ancla de inflación, con la consiguiente incertidumbre para el consumidor y las empresas, afectaría tanto a la demanda como a la oferta agregadas. Eso acarrearía importantes consecuencias para los bancos centrales —en su capacidad para controlar la inflación— y para la actividad económica, porque los consumidores y las empresas dudarían de comprar e invertir.

Para resolver estos problemas, los bancos centrales deben volver a un enfoque monetario en el que estabilizar las expectativas de inflación sea la máxima prioridad. La política de endurecimiento monetario no puede esperar a que haya inflación. Antes bien, los bancos centrales deben actuar ante las señales de alerta e incorporar las expectativas de inflación futura de los hogares y de los mercados financieros, ya que estas configuran las condiciones de la demanda agregada y los precios de los activos.

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