Nada será como era antes de 2020. “Fue un año que ninguno de nosotros pudo predecir y cuyos efectos seguiremos sufriendo durante décadas”, apunta Marian Salzman, vicepresidenta global de comunicaciones de PMI. La pandemia ha acelerado muchos cambios en nuestra sociedad, pero probablemente el más relevante de todos ellos ha sido la consciencia de que, en determinados aspectos, hemos llegado al futuro que esperábamos. Ahora, como seres humanos que somos, necesitamos un nuevo futuro en el que poner nuestras esperanzas. Es para atisbar cuáles son los senderos por los que transitará nuestro mañana y así empezar a recorrer los que llevan a un futuro mejor, que EL PAÍS, a través de Retina, organizó un evento, SQL (Surviving the Quantum Leap, sobreviviendo al salto cuántico en inglés), con el impulso de Santander y Telefónica y el apoyo de Accenture, Cepsa, PMI y Servicenow.
Esa necesidad humana de tener un futuro en el que proyectar sus ilusiones es un fenómeno relativamente reciente. “Durante milenios nuestros antepasados no conocieron la noción del futuro”, apunta Diego Rubio, director de la Oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia de la Presidencia del Gobierno. “Fue el estudio del pasado lo que permitió descubrir la noción de futuro, que además podemos modelar con nuestra acción”.
Una acción que se sostiene en la tecnología, algo que es imposible sin el concepto de innovación. “Si no hubiéramos innovado desde la prehistoria no estaríamos aquí”, apunta Joaquín Abril-Martorell, Chief Digital Officer (director de tecnologías digitales) de Cepsa. “Sería inaudito que la secretaria general de Innovación dijese que la innovación no va a ser importante”, dice entre risas Teresa Riesgo, directora general de Innovación. “Si no innovamos, no haremos cambios productivos, y la España de 2050 sería como la de 2021, una desgracia”. “La pandemia ha tensionado el sistema, y nos fuerza a darnos cuenta de que innovar es importante”, apunta Elena Gil, directora global de Producto y Operaciones de Negocio en Telefónica IoT & Big Data.
Hay varias ramas del desarrollo tecnológico en los que la innovación ha sido especialmente fructífera en los últimos años. Uno de ellos está en el llamado internet de las cosas. “Está ya muy presente en nuestras vidas y de los que no somos conscientes. En las pulseras, en las aspiradoras robotizadas, los coches, los contenedores de basura, estamos rodeados de objetos conectados”, explica Gil. Y, al contrario que otros sectores, que buscan tecnologías y objetos cada vez más vistosos, el objetivo a largo plazo del internet de las cosas es pasar cada vez más inadvertido.
Conectividad en la cabeza
Y nada más inadvertido que la conectividad viva dentro de nuestras propias cabezas. “Si pasamos del ordenador de sobremesa al portátil y del portátil al móvil, una idea muy asumida es que el próximo salto tecnológico será del bolsillo a la cabeza, dispositivos que nos conectarán directamente de la mente a la Red”, opina Rafael Yuste, neurobiólogo y catedrático en la Universidad de Columbia (Nueva York, EE UU). Para dar ese paso hay que comprender el cerebro humano, un esfuerzo que ha desencadenado gigantescos programas de investigación en todo el planeta, incluido uno en EE UU en el que participa el propio Yuste. “Llevamos 100 años estudiando el cerebro y aún no tenemos una teoría general de cómo funciona”, apunta. “Los humanos somos criaturas mentales por excelencia, si registramos la actividad mental y la identificamos, nos da la posibilidad de cambiarla”.
Eso despierta una batería entera de dudas. “Hay muchas soluciones muy vistosas, pero hay que combinarlas con lo que ya existe”, recuerda Ventura Miquel Gómez, responsable de Tecnología y Operaciones y CTO (director de tecnología) de PagoNxt, una empresa del Grupo Santander. Pero, sobre todo, la mayor problemática es ética. “No es lo mismo que te hackeen la aspiradora que el cerebro”, apunta Gil. “Quien inventa el fuego puede usarlo para quemar a sus poblaciones”, reconoce Yuste. “Si esto no es un tema de derechos humanos, no sé qué puede serlo. Si lo piensas así, la pelota está en el tejado de las Naciones Unidas”.
Y eso es serio, máxime cuando las tecnologías que ya tenemos en marcha despiertan bastantes dudas. Virginia Eubanks, profesora asociada de Ciencia Política en la Universidad de Albany, ha escrito un libro, La automatización de la desigualdad (Capitán Swing, 2021), en el que explica varios casos en Estados Unidos en los que la burocracia gubernamental ha sido sustituida por sistemas informáticos que son alimentados con una visión de una sociedad desigual y, en consecuencia, tienden a preservarla. Australia, Países Bajos y el Reino Unido también han vivido situaciones similares. “Nos merecemos algo mejor”, apunta. “Hay que pensar más allá de los límites establecidos arbitrariamente y empujar contra la fiebre de la austeridad”.
Una herramienta, nada más
Pero siempre hay que recordar que la tecnología es una herramienta que responde al uso que le damos. “El algoritmo ni es bueno, ni es malo ni es neutral”, apunta Lorena Jaume-Palasí, investigadora en ética y tecnología y fundadora de la Ethical Tech Society. “Es una formulación matemática de los perjuicios y las perspectivas de la sociedad: un reflejo de nuestro pensamiento”. “La eficiencia y el ahorro son importantes, pero también lo es la igualdad, la justicia y el derecho”, considera Eubanks. “Es nuestra responsabilidad moral diseñar los sistemas informáticos en ese sentido”. Para Jaume-Palasí, son los poderes públicos los que han de poner de su parte. “Cuando introducimos el automóvil, la sociedad no tenía reglas de tráfico ni formas de convivir con automóviles”. “Las instituciones son personas y cuesta superar los sesgos cognitivos y la necesidad de recompensas inmediatas”, defiende Rubio.
Ni siquiera los esfuerzos de los seres humanos hacia la innovación consiguen moldear el futuro exactamente como lo queremos. “Algunas de las profecías no se han cumplido”, recuerda Juan Luis Arsuaga, catedrático de Paleontología de la Universidad Complutense de Madrid. “Quién nos iba a decir que el medio de locomoción del futuro era el patinete en vez del coche volador”. Rubio reconoce que es casi imposible pronosticar con precisión el futuro: “¿Eso significa que debemos ir con los ojos cerrados? No, porque podemos establecer tendencias que perimetran escenarios plausibles”. Además, continúa Arsuaga, “hay algo que sabemos seguro: el ser humano no va a cambiar. Sus pulsiones, sus pasiones, el odio, el amor, la envidia: las obras de Shakespeare y Cervantes van a seguir vigentes”. “Haríamos mal en olvidar las lecciones aprendidas, entre ellas la oportunidad de reevaluar lo que queremos de la vida y si antes de la pandemia estábamos en el buen camino como individuos y como sociedad. Y esto se aplica a los individuos y a las personas”, considera Salzman.